Me miró con fijeza un largo momento y luego empezó a tararear una tonada. Enderecé la espalda y me puse alerta. Sabía que, cuando don Juan tarareaba una canción, estaba a punto de soltarme un golpe.
-Oye -dijo, sonriendo, y me escudriñó-. ¿Qué pasó con tu amiga la güera? Esa muchacha que tanto querías.
Debo haberlo mirado con cara de idiota. Rió con enorme deleite. Yo no sabía qué decir.
-Tú me contaste de ella -afirmó, tranquilizante.
Pero yo no recordaba haberle contado de nadie, mucho menos de una muchacha rubia.
-Nunca le he mencionado nada por el estilo -dije.
-Por supuesto que sí -dijo como dando por terminada la discusión.
Quise protestar, pero me detuvo diciendo que no importaba cómo supiera él de la chica: lo importante era que yo la había querido.
Sentí gestarse en mi interior una oleada de animosidad en contra de él.
-No te andes por las ramas -dijo don Juan secamente-. Ésta es la ocasión en que debes olvidar tu idea de ser muy importante.
"Una vez tuviste una mujer, una mujer muy querida, y luego, un día, la perdiste."
Empecé a preguntarme si alguna vez le había hablado de ella. Concluí que nunca había habido ocasión. Pero era posible. Cada vez que viajábamos en coche hablábamos sin cesar de todos los temas. Yo no recordaba cuanto habíamos dicho porque no podía tomar notas mientras manejaba. Me sentí algo tranquilizado por mis conclusiones. Le dije que tenía razón. Había habido una muchacha rubia muy importante en mi vida.
-¿Por qué no está contigo? -preguntó.
-Se fue.
-¿Por qué?
-Hubo muchas razones.
-No tantas. Hubo sólo una. Te pusiste demasiado al alcance.
Anhelosamente, le pedí explicar sus palabras. De nuevo me había tocado en lo hondo. Consciente, al parecer, del efecto de su toque, frunció los labios para
ocultar una sonrisa maliciosa.
-Todo el mundo sabía lo de ustedes dos -dijo con firme convicción.
-¿Estaba mal eso?
-Totalmente mal. Ella era una magnífica persona.
Expresé el sincero sentimiento de que su pesquisa a oscuras me resultaba odiosa, y sobre todo el hecho de que siempre afirmaba las cosas con la seguridad de alguien que hubiera estado en la escena y lo hubiese visto todo.
-Pero es cierto -dijo con candor inatacable-. Lo he visto todo. Era una magnífica persona.
Supe que no tenía caso discutir, pero me hallaba enojado con él por tocar esa llaga abierta y dije que la muchacha en cuestión no era después de todo tan magnífica persona, que en mi opinión era bastante débil.
-Igual que tú -dijo calmadamente-. Pero eso no importa. Lo que cuenta es que la has buscado en todas partes; eso la hace una persona especial en tu mundo, y para una persona especial no hay que tener más que buenas palabras.
Me sentí avergonzado; una gran tristeza se cirnió sobre mí.
-¿Qué me está usted haciendo, don Juan? -pregunté-. Usted siempre logra entristecerme. ¿Por qué?
-Ahora te entregas al sentimentalismo -dijo, acusador.
-¿Qué objeto tiene todo esto, don Juan?
-El objeto es ser inaccesible -declaró-. Te traje el recuerdo de esta persona sólo como un medio de enseñarte directamente lo que no pude enseñarte con el viento.
“La perdiste porque eras accesible; siempre estabas a su alcance y tu vida era de rutina.”
-¡No! -dije-. Se equivoca usted. Mi vida jamás fue una rutina.
-Fue y es una rutina -dijo en tono dogmático-. Es una rutina fuera de lo común y eso te da la impresión de que no es una rutina, pero yo te aseguro que lo es.
Quise deprimirme y perderme en la hosquedad, pero de algún modo sus ojos me inquietaban; parecían empujarme sin tregua hacia adelante.
-El arte de un cazador es volverse inaccesible -dijo-. En el caso de esa güera, quería decir que tenías que volverte cazador y verla lo menos posible. No como hiciste. Te quedaste con ella día tras día, hasta no dejar otro sentimiento que el fastidio. ¿Verdad?
No respondí. Sentí que no era necesario. Don Juan tenía razón.